LAS REINAS HERMANAS
El bote grande se deslizó por el canal, que llegaba casi hasta el pie de la amplia escalera, y se detuvo ante una escalinata que conducía al muelle. Una vez allí, desembarcó el anciano y nos invitó a que hiciéramos otro tanto; cosa que, extenuados por el hambre, hicimos de buen grado, llevando, sin embargo, nuestros rifles con nosotros. Según íbamos saltando en tierra, el anciano saludaba, colocándose los dedos sobre los labios, inclinándose al mismo tiempo, y ordenando que se alejasen los grupos que se hablan reunido para vernos.
La última que salió de la canoa fué la joven que habíamos salvado en el agua: al pasar me besó la mano, en señal de gratitud, sin duda. Iba a besar también la de Good, cuando, interponiéndose el hombre que antes iba con ella, se la llevó de allí.
Apenas estuvimos en tierra, los remeros que conducían el bote sacaron de la canoa cuantos objetos teníamos en ella y los subieron por la hermosísima escalera, mientras nuestro guía, después de advertirnos por medio de gestos y señas que no nos preocupásemos de ellos porque iban a lugar seguro, volvió hacia la derecha y nos condujo a una casa que, según supimos después, era un hotel. Entrando en una sala cuadrada, hallamos una mesa servida con manjares que, según todas las señas, habían sido dispuestos para nosotros.
Nuestro guía nos invitó a sentarnos en un banco que se extendía en torno de la mesa: sin esperar una segunda invitación nos lanzamos con voracidad sobre las viandas, servidas en platos de madera, y que consistían en carne fiambre de cabrito, envuelta en una especie de verdura que le comunicaba un sabor exquisito, unos vegetales muy parecidos a la lechuga, pan moreno y vino rojo, de sabor tan semejante al Burgundy, que podía confundirse con él.
Veinte minutos después de habernos sentado a aquella mesa nos levantamos reanimados y fortalecidos. Después de todo lo que habíamos sufrido, necesitábamos dos cosas: alimento y sueño, y el primero fué una bendición para nosotros.
Dos muchachas vestidas de un modo semejante a la joven que vimos en el bote sirvieron a la mesa. Más tarde supe que aquél era el traje nacional, regulado por una férrea costumbre y sujeto a ciertas variaciones, según el estado de la mujer. Así, por ejemplo, si la faja era de color blanco, indicaba que su dueña era soltera; si blanca con una franja recta roja en el extremo, que estaba casada y era esposa legítima; si la franja roja era ondulada, manifestaba ser esposa de segunda o tercera clase; y si negra, era viuda.
De la misma manera, la toga o “kaf”, como la llamaban, era de diversos tonos, desde el blanco puro hasta el castaño más intenso, según el rango de la que la usaba, y bordada en un extremo con distintos dibujos. Esto se aplicaba también a las camisas o túnicas de los hombres, que variaban en color y calidad, conservando siempre la misma hechura.
Todos los hombres y mujeres del país usaban lo que podríamos llamar insignia nacional: la ancha banda de oro en el brazo derecho, por encima del codo, y en la pierna izquierda, debajo de la rodilla. Las personas de alta jerarquía ostentaban un collar de oro en el cuello: nuestro guía, según observé, llevaba uno también.
Apenas terminamos nuestra comida, el venerable anciano, que había permanecido en pie todo el tiempo observando los rifles con todo el temor compatible con su dignidad, se inclinó ante Good, a quien, sin duda por su traje, debía considerar como al jefe de la partida, y una vez más nos sirvió de guía, llevándonos de nuevo al pie de la escalera palatina. Allí nos detuvimos un instante para admirar dos leones colosales tallados en un solo bloque de purísimo mármol blanco que remataban las balaustradas de la escalera.
Dominados por un respetuoso temor, ascendimos por aquella majestuosa escalera, obra magnífica que alabarán a través de millares y millares de años las generaciones venideras, hasta que un terremoto acabe con ella.
Al llegar a la extensa meseta, nos detuvimos para contemplar el glorioso espectáculo que se descubría desde allí, uno de los más hermosos y dilatados que pueden soñarse, limitado por las hermosas y transparentes aguas del lago. Seguimos subiendo, y al fin llegamos al término de la escalera, donde hallamos otra meseta, en la cual había tres puertas pequeñas. Dos de ellas daban a galerías estrechas a un lado del palacio, cortadas en la roca, que conducían a las calles céntricas de la ciudad, y de las cuales hacían uso sus habitantes, cuando iban al muelle o volvían de él. Estaban defendidas por puertas de bronce, y, cerrándolas con cierto número de cerrojos, se imposibilitaba la entrada del enemigo en caso de necesidad.
La tercera entrada consistía en una escalinata de diez peldaños curvos de mármol negro, que conducían a una portada socavada en el muro del palacio. El muro era en sí mismo una obra de arte: estaba hecho con grandes bloques de granito, en forma cóncava, de tal modo, que era imposible escalarlo Nuestro guía nos condujo a aquella entrada. La puerta, que era de madera maciza, protegida por una exterior de bronce, estaba cerrada; pero al acercarnos se abrió de par en par y nos hallamos con el “¿Quién vive?”, de un centinela armado con una lanza triangular algo parecida a las bayonetas y un puñal nos llamó inmediatamente la atención: era semejante al que el viajero muerto en la estación misionera había dejado a Mackenzie; no había la menor duda, pues, de que aquel hombre había dicho la verdad.
Nuestro guía dió el santo y seña, que el soldado reconoció descargando su lanza sobre el pavimento, y pasamos a través del macizo muro hasta el patio del palacio. Era un espacio como de cuarenta varas cuadradas, lleno de flores y arbustos completamente nuevos para mí, en cuyo centro se abría un ancho camino alfombrado de conchas del lago, molidas a modo de arena, como es costumbre en otros sitios.
Atravesamos después otro pórtico de redonda y pesada bóveda, de la cual pendían gruesos tapices, y que daba acceso a una galería corta, nos hallamos en el salón del trono del palacio, asombrándonos una vez más ante la sencilla y, sin embargo, dominante grandiosidad de aquel recinto.
Era un salón, que según pudimos apreciar después, tenía ciento cincuenta pies de longitud por ochenta de ancho, con un magnífico techo de madera tallada formando bóveda. A ambos lados, en toda su longitud y a unos veinte pies del muro, delgados pilares de mármol negro llegaban hasta el techo.
En un ángulo da aquel suntuoso salón se hallaba el grupo a que antes he hecho referencia, representando a Rademas y a la dama del sueño. Las figuras eran de mármol blanco; los accesorios, de la misma calidad, en negro. Obra magnífica de arte, que sólo pudo ser concebida por un genio.
En los intercolumnios había grupos de figuras, unos alegóricos, otros representando monarcas y hombres notables fallecidos ya, sin que ninguna de ellas, en nuestra opinión, rivalizara con el grupo anterior, a pesar de ser muchos de ellos de la propia mano del gran escultor e ingeniero rey Rademas.
Exactamente en el centro del salón había una masa sólida de mármol negro, semejante a un sillón de brazos como los que suelen usarse para los niños. Según supimos más tarde, era la piedra sagrada de aquel pueblo, y sobre ella los monarcas, después de su coronación, colocaban una mano y juraban por el sol defender siempre los intereses de su Imperio y mantener sus costumbres, tradiciones y leyes.
Una curiosa tradición profética decía que aquella piedra habla caído del sol, y que, cuando reinara en el país un rey de raza extranjera, se rompería en mil pedazos. Como, al parecer, era una piedra muy sólida, los príncipes indígenas podían tener la seguridad de que el reino sería suyo por espacio de muchísimos años.
En un extremo del salón había un estrado ricamente alfombrado, y sobre él dos tronos juntos, exactamente iguales, de oro macizo, con asientos de terciopelo, y un sol lanzando rayos en todas direcciones, en el respaldo de cada uno. Los escabeles eran leoncillos, de oro también: topacios amarillos figuraban los ojos.
Una porción de ventanas muy estrechas daban paso a la luz y al aire, sin que se interpusiera cristal alguno, materia desconocida allí.
Al entrar vimos una porción de hombres en torno de los tronos vacíos. Varios, a juzgar por su apariencia, debían ser personas muy principales: estaban sentados en sillas de madera dispuestas en filas, y detrás de cada una de ellos había una serie de servidores de diversas categorías.
En un grupo, al lado izquierdo de los tronos, había sets hombres solos, sentados, vestidos con largas túnicas del más fino lienzo, sujetas a la cintura con una cadena de oro, de la cual pendían placas elípticas a modo de escamas, que brillaban a los reflejos del sol. En al pecho llevaban el mismo símbolo del sol que se veía en los sillones, bordado con filamentos de oro. Todos eran hombres de cierta edad, de severo rostro y luengas barbas.
Uno de ellos llamó poderosamente nuestra atención. Tendría unos ochenta años, era de elevada estatura, y su blanquecina barba descendía hasta la cintura. Usaba una especie de toga o birrete bordado todo de oro, por lo cual comprendimos, toda vez que los demás estaban destocados, que era un personaje de gran importancia. Después supimos que era Agon, el sumo sacerdote de aquel país.
Cuando nos acercamos, todos se levantaron, incluso los sacerdotes, y nos saludaron con gran cortesía, colocando siempre dos dedos sobre los labios. Unos criados avanzaron con asientos que colocaron frente a los tronos, y en ellos nos sentarnos los tres. Umslopogaas y Alfonso permanecieron de pie detrás de nosotros.
Pronto se sintió un clamoreo de trompetas, a derecha e izquierda, y apareció un anciano con una larga varita de marfil, que, colocándose frente al trono de la derecha, dijo en alta voz algo que terminaba con la palabra. “Nyleptha” repetida tres veces. Otro anciano hizo exactamente lo mismo delante de trono de la izquierda, terminando con la palabra “Sorais”, repetida otras tres veces. Apareció después una numerosa guarnición de hombres armados, que fueron colocándose a ambos lados de los tronos, dejando caer a una sus lanzas sobre el negro pavimento de mármol. Sonó otro clamar de trompetas, y por ambos lados, cada una escoltada por seis doncellas de honor, aparecieron dos reinan del pueblo zuvendi Todos los presentes se levantaron y las saludaron apenas entraban.
He visto mujeres hermosas en mi vida, y ya no me causa impresión un rostro lindo; pero el lenguaje es pobre pare dar idea de la esplendorosa belleza de ambas hermanas. Eran jóvenes, de unos veinticinco años a lo sumo, altas y admirablemente formadas; pero allí terminaba la semejanza. Nyleptha era deslumbradoramente rubia; el brazo derecho y el trozo de pecho, descubiertos, según la costumbre del paín, lucían como la nieve entre su “kaf” bordado de oro. De su rostro sólo diré que, una vez visto, no era posible olvidarlo. En la imposibilidad de describir sus facciones, sólo dirá que la expresión de su incomparable rostro era de una bondad infinita, que sus ojos tenían una dulce majestad, y que sus labios se curvaban coma el arco de Cupido. Una corona de blondos rizos muy cortos caía sobre su frente de nieve y jazmín, llegando algunos hasta besar las rosas de sus mejillas.
No llevaba joyas, excepción hecha de los anillos de costumbre, que en este caso afectaban la forma de serpientes. Su traje, de una materia muy rica, era blanco, y sobre él, bordado con filamentos de oro, aparecía en diversos sitios, la alegoría del Sol, emblema qua se multiplicaba por doquiera.
Su hermana gemela, Sorais, era una belleza distinta. Morena, con larguisimos rizos del más puro azabache cayendo en cascada sobre sus hombros, y ojos negros profundos. Sus labios expresaban cierta crueldad, y su rostro, frío como era, daba idea de una pasión tranquila. Sin, saber por qué, me ocurrió pen lo que sería si aquella calma se exaltara. Su figura, como la da su hermana, era casi perfecta, y su traje, exactamente igual.
Confieso que aquella pareja respondía al tipo que yo me había formado de la majestad y la realeza, e, indudablemente, no necesitaba guardias ni riqueza que pusieran de manifiesto su poder. Una mirada de sus hermosisimos ojos, una sonrisa de sus dulces labios, bastaba para hacer súbditos leales y fieles hasta la muerte.
Como antes que reinas eran mujeres, y sujetas, por tanto, a la curiosidad, no pudieron reprimir el deseo de vernos, y al pasar se fijaron en nosotros. Debo decir, desde luego, que un viejo como yo apenas si produjo en ellas impresión alguna; que Umslopogaas, levantando su hacha para saludarías, les produjo bastante sorpresa, y que el brillante uniforme de Good atrajo su atención un instante. Al mirar a Curtis, fué otra cosa: un rayo de sol, penetrando por una ventana, jugueteaba sobre sus rojizos cabellos haciendo resaltar la hermosura de su rostro. Levantó los ojos, y sus miradas se encontraron con las de Nyleptha. Sin saber a qué causa podría obedecer, vi que la sangre corría bajo las aterciopeladas mejillas de la reina, sonrosándolas con los albores de la aurora; todo su cuerpo enrojeció, y después, extendiéndose por su piel una palidez mate, pareció temblorosa.
Miré a sir Enrique: él también se había ruborizado hasta el blanco de los ojos.
Aquella circunstancia me hizo meditar un momento, y, cuando levanté la cabeza, las reinas ocupaban ya sus tronos: el incidente habría durado seis segundos. Una vez más resonaron las trompetas, la Corte tomó asiento, y la reina Sorais, con un movimiento de cabeza, nos invitó a hacer lo mismo.
Después, el anciano que nos había servido de guía se adelanto llevando de la mano a la joven salvada por mí de los colmillos del hipopótamo, y refirió todo lo ocurrido. Como no podían explicarse nuestra presencia en el lago, la atribuían a causas sobrenaturales. Prosiguió la relación, y comprendí que había en ella algo que no era del agrado de los presentes, por las manifestaciones de indignación que pude observar. Las reinas, a su vez, escuchaban atentamente, sobre todo cuando el orador mencioné algo sobre los rifles que teníamos en la mano.
Antes de proseguir mi narración debo decir que los zuvendis adoraban al sol, y que, por una u otra razón, consideraban sagrado al hipopótamo.
No quiere esto decir que no los maten en ciertas épocas, toda vez que los ofrecen en sacrificio, y después aprovechan sus pieles para hacer armaduras y escudos. Los que nosotros habíamos matado estaban destinados al sacrificio y un sacerdote especial cuidaba de ellos diariamente: nuestra conducta fué, pues, un sacrilegio para aquellos idólatras.
Cuando nuestro guía terminó su peroración, Agon, levantándose, dió principio a una fría arenga. No me gustaba la expresión de su rostro, y creo que aun me habría gustado menos si hubiera podido darme cuenta de que pedía nada menos que fuéramos ofrecidos en sacrificio para apaciguar al sol, quemándonos vivos a todos.
Cuando terminó, la reina Sorais habló en tono dulce y musical, y, a juzgar por sus gestos, pedía lo contrario. Después habló Nyleptha con maravilloso acento, sin que pudiéramos comprender que abogaba por nuestra vida. Por último, se volvió hacia un hombre alto de marcial aspecto, que, según supe después, se llamaba Nasta, y era el principal del reino, pidiéndole su apoyo.
Como aquel hombre era uno de los aspirantes a la mano de Nyleptha, y, según pude observar, se había mordido los labios, acariciando su puñal cuando observó la impresión que sir Enrique había producido en la reina, no podía ésta acudir a persona menos indicada para atenderla, y manifestó que estaba conforme con todo lo dicho por Agon. Sorais la oyó con calma, comprendiendo la causa de sus palabras y proponiéndose salirle al encuentro; pero Nyleptha se puso furiosa, y, volviéndose hacia Agon, hizo un signo de asentimiento, en tanto que Sorais sonreía sin cesar. De repente Nyleptha hizo una señal, las trompetas volvieron a resonar, y todo el mundo se levantó para abandonar el salón, excepto nosotros y la guardia, que permanecimos quietos obedeciendo a una señal de la reina.
Cuando todos se hubieron retirado, Nyleptha, sonriendo con dulzura, nos dió a entender entre signos y exclamaciones que deseaba saber de dónde procedíamos. Era difícil explicarlo; pero repentinamente acudió a mi imaginación una idea. Saqué mi libro de memorias y un lápiz, y en una de sus hojas dibujé todo lo mejor que pude dos lagos y el río subterráneo que los unía. Hecho esto, me acerqué al estrado y lo entregué a la reina Lo entendió al instante, y, bajando de su trono, lo mostró a su hermana Sorais, que debió comprenderlo también.
Después tomó el lápiz que aun tenía yo en la mano y pareció observarlo con curiosidad, haciendo luego una serie de dibujos deliciosos. En el primero, ella misma tendía las manos dándonos la bienvenida, y un hombre extraordinariamente parecido a sir Enrique las estrechaba deleitado; en el segundo, un hipopótamo agonizaba en el agua, y Agon, desde la orilla, se llevaba las manos a la cabeza lleno de horror. Luego siguió uno alarmante: un horno encendido, y Agon introduciéndonos en él con un tenedor de hierro.
Este dibujo me horrorizó; pero Nyleptha sonrió tranqullizándonos, y después dibujó un hombre (sir Enrique otra vez) y dos mujeres, en las cuales reconocí a ambas reinas, a derecha e izquierda de aquél, sosteniendo una espada para protegerlo. Sorais daba su aprobación a todo moviendo afirmativamente la cabeza.
Por último, Nyleptha dibujó un sol saliente, indicando que debía retirarse y que nos veríamos al día siguiente. Al mismo tiempo Sorais, a la cual contemplaba Good constantemente con su monóculo, lo recompensaba dándole a besar su mano, sin separar entretanto la vista de sir Enrique. Me alegro de poder decir que en estas galanterías no fuí incluído yo, y que ninguna de las reinas me dió a basar su mano.
Nyleptha puso término a la sesión hablando con el jefe de la guardia y dándole órdenes terminantes sobre algo que no pude entender, y después de lo cual, con un saludo coquetón y una sonrisa, salió del salón de honor acompañada de Sorais y seguida por la mayoría de los guardias.
Cuando las reinas se retiraron, el oficial con quien Nyleptha había hablado se acercó a nosotros, y con profundas muestras de respeto nos condujo, por una serie de lujosas habitaciones, a un suntuoso aposento iluminado con lámparas colgantes de bronce (estaba anocheciendo) y alhajado con una riquísima alfombra y varios asientos. Sobre una mesa colocada en el centro había profusión de manjares exquisitos, frutas y muchas flores. El servicio, de oro y marfil, era magnífico, y los vinos, riquísimos. Unos cuantos criados nos sirvieron, y, mientras comíamos, una deliciosa música colocada a cierta distancia nos dejó oír sus dulces melodías.
Podemos decir que habíamos entrado en un paraíso terrenal, sólo turbado por la visión del terrible sumo sacerdote, que quería entregarnos a las llamas. El sueño nos vencía despues de tan suculenta comida, y apenas indicamos que deseábamos dormir nos invitaron a entrar en dos habitaciones inmediatas, con dos lechos en cada una de ellas; Good y yo ocupamos una, sir Enrique y Alfonso, la otra. Como medida preventiva, Umslopogaas decidió pasar la noche en la antecámara donde habíamos cenado, cerca de las puertas, cerradas sólo por una cortina, siempre acompañado de su hacha.
Nosotros, despojándonos de nuestras ropas, pero conservando la cota, ocupamos los lujosos lechos, cubiertos por magnificas colchas bordadas en seda.
Dos minutos después, cuando empezaba a dormirme, oí la voz de Good, que me decía:
-Oíd, Quatermain: ¿habéis visto nunca tales ojos?
-¿Ojos? -exclamé enfadado-. ¿Qué ojos?
-¿Cuáles han de ser? Los de la reina Sorais; es decir, si ése es su nombre, como creo.
-No lo sé -repuse bostezando-; no me he fijado mucho en ello. Supongo que deben ser hermosos -agregué tratando de dormirme.
Cinco minutos después volvió a despertarme la misma voz.
-¡Quatermain! -decía.
-¿Qué hay? ¿Qué os ocurre ahora? -contesté irritado.
-¿Os fijastéis en sus tobillos? ¡Qué bien modelados!...
Era más de lo que podía soportar, y, cogiendo uno de los zapatos que poco antes me había quitado, se lo arrojé a la cabeza.
Después me dormí con el sueño de los justos, que debió ser, por cierto, muy profundo. En cuanto a Good, no sé si dormíría o si continuaría pasando mental revista a las bellezas de Sorais; pero puedo decir con verdad que me tuvo sin cuidado.